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Lo Que Aprendí De Maite



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Crecí en un matriarcado.

“Tóxico” dirían los centennials o, como diría mi mamá, gente de otro código postal que tiene lenguaje de telenovela. No sé si tóxico, creo que no. ¿Humano? Completamente.

Las mujeres de mi familia no estaban obsesionadas con ser flacas ni bonitas. Tampoco por caer bien y definitivamente “ser aceptadas” no estuvo nunca en su agenda.


Mi mamá tuvo tres hermanas y una mamá de uñas pintadas y muy mala leche. Yo, tres primas. En mi casa crecimos mi hermano grande y yo. Él, que desde muy chico fue muy listo, siempre encontró formas para pasar el menor tiempo posible en su casa. Fue independiente desde que alguna mañana en la parada del camión del colegio, los dos con sendos suéteres de lana de Toluca, me dio la mitad de su sándwich y me dijo: no me saludes en el colegio, pero si te pasa algo avísame. Volvimos a reconocernos como hermanos en mi boda, o mi divorcio, no me acuerdo bien.


Mi mamá, que heredó una empresa no menor cuando no tenía ni la prepa terminada y soñaba con ser monja, tuvo que bajar muchos balones a sus veintes, con poco más que sus alpargatitas y vestidos floreados de algodón que cosía Petra, la costurera refugiada que visitaba la casa de sus papás en la Colonia Condesa hace 60 años. Mi mamá se hizo persona rodeada de señores “que claramente no querían llegar a su casa a cenar”, por lo que eternizaban las reuniones en la imprenta, la editorial o el almacén.


Yo hice todas mis tareas del colegio con mi papá (mis primos decían que era tan sabio, y pasaba tantas horas reflexionando en su sillón, que por eso se le había caído el pelo). Todos los jueves desde que cumplí 11 años y hasta que entré a la universidad, como supongo que mis papás no sabían muy bien qué hacer conmigo (no los culpo), Félix el chofer de mi abuela (la de la mala leche) pasó por mí al colegio en una Dart Guayin verde con molduras imitación madera (que le había comprado mi mamá, su hija) para llevarme a casa de mi tía Maite, en la colonia Irrigación.


Presa Oviachic fue mi casa de viernes a domingo durante muchos años, quizá los más importantes; esos en los que dejas las muñecas y empiezan las preguntas sin respuestas.

En ese departamento de libros (muchos libros), de muebles antiguos comprados en Paris en los años sesenta, de Toile de Jouy, crema Nivea, cajitas de plata y helechos crecí con Maite y Ana, mis primas más que hermanas.


En ese departamento de puras mujeres en donde los sábados se tomaba café hasta las 12 del día en pijama, hablando de cosas que importaban y que en otras casas no se mencionaban, me pasó todo lo que le pasan a una mujer cuando deja de ser niña.

En ese departamento de sábanas bordadas con las iniciales de los abuelos y disertaciones sobre Sartre que convivían con un dominio impactante sobre los personajes de las portadas de la revista ¡Hola! me hice una idea del mundo.

En esas sobremesas de política (yo bostezaba), de domingos de manifestaciones en el zócalo, de historias que me generaban un morbo importante sobre presos políticos o mujeres sin derechos,

me hicieron ver un mundo que en mi colegio no existía.

En ese departamento donde las tres dormimos tantas veces en el balcón del cuarto piso imaginándonos cómo seríamos en nuestros 40, 50 años.

Cumplí 11, 14, 16, huyendo de ambientes en donde lo único que importaba era ser muy bonita, saber esquiar en nieve y tener un novio del Cumbres. 

En Presa Oviachic encontré a personas que 30 años después están en el directorio de contactos de mis hijos “por si pasa algo, saber a quién llamar”.

En ese departamento crecí con Maite, de quien aprendí a no pedir permiso (y así nos fue con mi tía tantas veces que llegamos a deshoras o fumamos escondidas).

En ese departamento que olía a levadura de cerveza porque estaba junto a la fábrica de Grupo Modelo, aprendí a maquillarme para mí, aunque no hubiera plan (jamás la olvidaré sentada en su escritorio con un espejo con foquitos y su set de sombras de Pupa -de dos pisos-, que se había comprado en Milán) diciéndome mientras se veía en el espejo que se pintaba por ella y para ella.

De Maite aprendí a reírme de mi misma al grado de hacerme pipi en esas escaleras de granito blanco que subimos tantas veces, crudas, con las bolsas del super.

De Maite aprendí a sentir sin importar si “estaba bien” o si el sentimiento era correspondido.

Aprendí a no ver hacia el otro lado. A sentir orgullo por ser distinta a los demás.

Nos enamoramos muchas veces del mismo, muchas veces fuimos compartidas. Aprendí de Maite que una mujer que no tiene complejos sexuales tiene un arma poderosa. Aprendí de Maite que la vergüenza jamás sería nuestro territorio.


De Maite aprendí, leyendo novelas adolescentes buenísimas que tenían títulos como “Propiedad de”, o “Tuya jamás y por siempre” que estar enamorada era el mejor estado emocional y que cuando dejas de hacerlo es señal de que por fin ya te hiciste adulto (es de las últimas conversaciones que tuve con ella, por chat, en el estacionamiento del City Market). Le encantaban esas novelas, casi tanto como los “Sumarios del crimen”: también le aprendí que lo que la gente a veces llama “amor” tiene más que ver con compulsiones obsesivas y patológicas. Ja.

De Maite aprendí a estar en la vida con contundencia. Que es mejor estar loca que ser gris.

Aprendí, a mis 14, que la mediocridad era el único camino que no.

En la vida pocas veces se tiene la suerte de cruzarse con inteligencias como la de Maite y con un sentido del humor tan brillante, tan especial, tan ella. Una risa que siempre logró que nos sintiéramos invencibles. Una suerte que celebraré siempre.


De Maite aprendí a responder preguntas difíciles y a tomar café y vodka. También con ella aprendí a fumar, a comprar condones y a ser una mamá divertida y una amiga infinita.

De Maite aprendí muchas cosas que hoy, a mis cincuenta años, son parte importante de mi entendimiento del “ser mujer”. A ella le debo esa sensación -que hay días que regresa- de los viernes, con mi falda escocesa en esa camioneta, en donde la vida empezaba y todo era posible.


Maite se fue un martes. Evidentemente sin avisar ni pedir permiso.

No me acuerdo qué mes fue, pero todavía tengo los cuadros que me traje de su casa sin colgar.

Hablo con ella seguido, cuando me pinto, cuando regreso a mi casa ya tarde manejando sola, cuando alguien dice una enorme estupidez o una tremenda cursilería (siempre se rio de las mías).

Le suelo contar cosas. Casi siempre termino riéndome. Estoy segura que me oye y se ríe a carcajadas, como siempre sin pena de nada.

 

María de la Mora


 

 

 

 

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