top of page

Facturar, Glasear y Bordar

  • Foto del escritor: Hildelisa Beltrán
    Hildelisa Beltrán
  • 28 mar
  • 4 Min. de lectura

De niña no me enseñaron a hacer galletas ni pasteles. Jamás he cosido un botón y le puse cara al tomillo apenas hace unos años, gracias a las largas horas de encierro durante la pandemia cuando me dio por intentar poner un huerto en el balcón.


No es que durante el proceso de crecer eso me haya quitado el sueño, pero poco después de “dar el sí” me fui haciendo consciente de la enorme deficiencia con la que mi educación cargaba por aquellos frentes de la domesticidad.


Entre las mujeres de mi familia había dos cosas -tan antagónicas como femeninas- que no estaban muy bien vistas (no que se dijera, se intuía de alguna manera): la vanidad y la domesticidad.

Mi abuela, por ejemplo, me decía que se me iba a aparecer el diablo si me veía tanto tiempos en el espejo (ensayaba peinados, poses y lipsticks mientras cantaba con el cepillo redondo como micrófono) y mi mamá a la fecha no tiene la menor idea de cómo hacer arroz (ni planchar una camisa o quitarle una mancha al mantel).


Trabajar, ser independiente económicamente, hablar francés y saber de política, cine y literatura eran requisitos mínimos (nunca pedidos, siempre esperados) para tener voz y voto en las sobremesas familiares (mujeres fumando y bebiendo, hombres echando la siesta).


Así crecí. Y por supuesto del concurso de pasteles de la kermés del colegio se ocupaban la nana y Bimbo. Eso sí, para las maquetas y sistemas solares de unicel siempre estaba mi papá, mientras mi mamá peleaba su lugar en un mundo de hombres.


Nunca me acomplejó: me parecía que mi mamá era como una Chavela Vargas joven y me divertía oírle decir con total irreverencia, su delicado sin filtro y esa soberbia de siempre que las mamás del colegio que forraban los cuadernos y hacían el súper (es decir, todas) eran poco más que parias de la sociedad (eso tampoco se decía en voz alta, claro). Supongo que estaba tan agotada como frustrada de no poder cubrir todos los frentes que le tocaron.


Eso sí, de sabanas de lino, reconocer el mejor cashmere y cómo acomodar las flores en un florero mi mamá podría dar cátedra a la Stewart. Educación de cortesana, que no doncella, me dijo alguna vez una amiga de la universidad.


Así, no dar una en todo aquello que las mujeres “teníamos que saber hacer” se fue anidando en mí como un acto de ¿rebeldía?, ¿protesta? Otra vez, sin tener que decirlo, esa fue mi inconsciente coartada durante mis 30s y 40s para esconder los huecos que cada vez me fueron costando más complejos, vergüenzas y bastante curiosidad.


Lo de la vanidad nunca se me pasó. A la domesticidad, por su parte y tras superar muchos complejos de género, le he ido agarrando gustito. Será la edad pero, aunque me cuesta reconocerme, hoy hacer muffins de avena, doblar pijamas y trapear la cocina me resulta tan terapéutico como escribir, que me maquillen, sumarle números a mi cuenta o tomarme un vino con amigas.


No es a fuerza ni busco ya aprobación social, pero a los 50 descubrí que la despensa y la lavandería son lugares donde pasan cosas que valen mucho la pena.


Complejos de género. Ahí está, si no todo, gran parte de todas estas creencias, suposiciones y cargas generacionales que hacen que las mujeres rivalicemos con nuestros roles y elecciones.

Nada nuevo, ¡nos encanta pelearnos con nosotras mismas! Creo que a ellos no tanto, pero quizás sea solo otra suposición.


De alguna manera y sin querer, en mi cabeza de niña de 20 años se construyeron arquetipos femeninos basados en las muy limitadas herramientas que una tiene a los 20: las listas van a la oficina y hacen dinero, las tontas preparan la comida para que otros coman y las suertudas ni lo uno ni lo otro, ellas heredan.


Y después pasaron otros 20 años y lo que flotaba en el aire de mi casa, sin decirse, se puso de moda: las listas tomaron la delantera y se hicieron portadas de revista, pero ¿y las “tontas”? ah, esas se hiper sofisticaron y rebasaron a todos por la izquierda. Quizá no contábamos con eso.


El pastel de la kermés evidentemente lo hace mamá, además ya no es panque ahoga-perros, sino pop tarts de masa madre, higos y Mascarpone y la sopita de munición cedió su lugar al orzo con camarones y eneldo. O sea, la domesticidad se puso mucho más divertida, compleja y retadora.

Ser mujer hoy ya no implica pertenecer al A o al B, nos convertimos en la intersección del conjunto porque podemos con todo (según nosotras).

A mí lo de hornear me entró tarde y coincidió (¿o más fue posible por eso?) con que mis hijos ya se suenan solitos hace rato y hasta lavan platos (contadas veces). Y con todo y que no tengo jefe, se me han quemado varios trapos de cocina mientras mando un mail al cliente criticando al cliente. El “Ma, ¿y esos pelos?” mientras pico perejil y hago un presupuesto es un puntual recordatorio de que además cubrir la casilla de esposa (bonita, arreglada, oportuna, atenta y sensible) rozaría con la pretensión. Una sabe cómo y hasta dónde.


Pensar que las hay CEOs que son mamás de tres en primaria, reciben en su casa a los colegas del marido, leen a Han Kang, corren maratones y hornean con los ojos cerrados. Ojalá mi mamá hubiera intentado bordar o blanquear claras. Al menos para decidir si le gustaba o no, tanto como ganar una negociación.


María De La Mora



Comments


BANNER BONITA 2.jpg
bottom of page